Textos que nos rescatan
Por Agustín Conde De Boeck
Para hablar de un “canon ausente”, se debe aceptar que pensar la ausencia implica reponer la cuestión del valor. No se ejercen vindicaciones por mero ocio arqueológico: hay que creer que de aquello olvidado o nunca leído dimana alguna clase de valor que justifica el entusiasmo de la exhumación. Hay que creer también que no es uno el que rescata el texto ausente, sino que más bien se invoca esa ausencia, ese fantasma, para que nos rescate a nosotros.
Es más, ¿por qué vindicar a los ausentes y no aceptar la mano invisible del canon? ¿Por qué no aceptar las leyes de ordenación y desordenación con que el canon va disponiendo presencias y ausencias? Sabemos que no existe tal cosa como la lógica intrínseca del valor, que se impondría darwinianamente como motivo de supervivencia cultural.
Pero si hablamos de ausencias, ¿qué define la presencia? ¿La vitalidad editorial, que el libro exista físicamente, dispuesto a la mano del consumidor en librerías? Pero hay libros cuya vida editorial es sólida y persistente, y aun así nunca dejan de ser libros que no se pueden leer, escrituras inasimilables que quedaron pegadas al canon por mor de intereses ajenos a sus propias lógicas interiores. ¿Por qué, por ejemplo, se sigue reeditando a Martínez Estrada, si en realidad nunca hemos empezado siquiera a leerlo? Quisiera nombrar a:
Elías Castelnuovo, mal leído, enquistado como ejemplo escolar del realismo del Grupo de Boedo, cuando debiera en cambio celebrarse su lengua anómala, su gusto estrafalario por lo deforme, su expresionismo radical, su morbosidad gótica.
Ignacio Anzoátegui, su estrafalaria ideología maldita y, como tiro por elevación, la recuperación que hace Luciano García en su libro magistral Vida de un payaso muerto, lo cual reenvía, entrópicamente, hacia todo un proyecto editorial periférico, la rosarina Ediciones del Trinche, apoyada en una antifilosofía cínica cuyos contrapuntos pueden ser Macedonio Fernández u Omar Viñole. Trinche: productora de libros iluminados, destinados a circular en una orgullosa, casi jactanciosa, marginalidad.
Norberto Luis Romero, sobre cuya obra pesa quizás un malentendido. Ubicada en el cono de sombra que a veces se cierne sobre la literatura fantástica escrita en castellano, los alcances de su escritura perversa y distorsiva deberían colocarse en la constelación más productiva que ofrece nombres como Osvaldo Lamborghini, Felipe Polleri, Alberto Laiseca o Mario Bellatin. Signos de descomposición, La noche del zepelín, Isla de sirenas… novelas abyectas, escrituras grotescas e inclasificables que despliegan un espacio de pesadilla, una monstruosidad moral, un universo estragado y regido por extrañas leyes de sadomasoquismo. Un infierno de lascivia demencial que construye un territorio baldío donde la literatura adquiere el rango de un sortilegio.
Alberto Laiseca dijo: “Tarde o temprano todos seremos escritores injustamente olvidados”. No hay que demonizar el olvido o la ausencia. A veces es la prueba de fuego para que retornos mejores sean propiciados.
Canon ausente