(Material no apto para puaneros)


No sé cómo podrá ser leída esta pieza: ¿una introducción a la filosofía, a su problemática y su historia, orientada a un manojo de pibes de barrio, atónitos o insensibilizados, amontonados en una esquina del Conurbano sur? ¿Una risueña venganza de clase disparada a la circunspección del saber, de la episteme que acuñó Platón hace 2300 años, a los ceremoniales de una casta cansada que detenta el poder de administrar el ser y la emancipación del conjunto de los pobres tipos, necios o humildes, que habitamos al mayoreo la aridez de este mundo? ¿La bitácora del viaje existencial e intelectual de un alumno despistado o aburrido que se entretiene haciendo muecas con el de al lado en los pupitres periféricos del aula de un instituto suburbano? ¿Es esto humor? ¿Autoayuda? ¿Filosofía literaria o viceversa? ¿Es Keki González el Montaigne de Banfield?

Esa es a grandes rasgos su tradición, aquella en la que acontece un juego masticatorio y autorreferencial entre los saberes heredados cultivados o circulantes y la experiencia cotidiana, íntima y social, el despelote entre la atemporal telaraña de los anaqueles y la urgencia brutal de la vida.

Claro que este González entre tantos no es un funcionario prestigioso ni un señor feudal que reside en el atrio de un castillo pasando el plumero a una extraordinaria biblioteca cotizada en dólares. Habita esa misma tradición bimilenaria de guerrilleros sardónicos enemigos de los modales de la Academia y el Liceo –ya demasiado estudiada desde que puso el ojo en ella Peter Slotedijk con una Crítica de la Razón Cínica en el bolsillo–, pero del lado de abajo; pertenece al bajofondo de la filosofía como un homeless cultural cuyo carnet no viene sellado por la Pitman del Divino ateniense, sino que es más bien un dud check despachado con el talonario del roñoso de Diógenes, célebre adulterador de la moneda. O remitido por la nueva Universidad Sin Techo de Omar Viñole, otro célebre adulterador de diplomas doctorales. Keki forma fila en el bando descamisado de los cínicos pobres, llamados quínicos para que el público los distinga de la runfla con abolengo nieta de Lucianus, aquel jurisconsulto sirio pero no serio. La franqueza –parresía o παρρησία para los finos escoliastas de Michel Foucault de la Academia.edu–, ese es su fuerte. Desembuchar sin florituras, ser la mala conciencia del dandismo de cátedra de consultorio de after office o de toda la camarilla de barbudos con complejo de élite y estreptococos de suplemento cultural dominical.

Pero González es también un dulce, no solo un desfachatado. Amortigua de vez en cuando la pavura y el descorazonamiento con una ternura cristiana a prueba de balines y un optimismo a cielo abierto. Su folletería se aúpa tanto en Arlt como en Discepolín y parece un performer gramatical extraído de una sempiterna Década Infame. Le hicimos un análisis de ADN nacional –no el apéndice libresco de La Nación, se entiende– y se demostró que tenía en sangre a Scalabrini, Blaisten, Dolina, Wimpi, Viñole y demás roídos próceres del Plata de los que no cobrará un Peso Ley, Austral ni Patacón. Se me hace que su escuela de la sospecha abreva más en esos prácticos de cabotaje que en aquel insigne tridente de alemanes retobados. Un poco de aguafuertes, de anticonferencias, de crónicas de hombre sensible, y de esa nipona arborescencia escala maceta que nos gustaba cultivar en nuestras Casas para no enterrarse tanto entre rizomas tuberculosos. Ezequiel González es ya un viejo bloguero de las últimas poblaciones de la WWW: un narrador anónimo de la World Wide Web y no el redactor estrella de El Mundo o del Olé. Nos corre con ventaja.

Y así las cosas le apunta al elenco completo: filósofos y no-filósofos, sofistas y no-docentes, monotributistas de maxi-kiosco o figurones con aura planetaria: la comparsa de zombis y tilingos nos lleva a todos del brazo. Y entre la queja y la barrabasada encuentra la gracia y saca en un pase fugaz de magia alguna revelación o maravilla o una súplica al lector, nuestro amigo imaginario. A ese falso cómplice también se le narra otra trama, en verdad más gremial o universal que confidencial: la vieja y solapada cuestión, anterior al fundamento, que oprime al filósofo sin filosofía: el amor a Sofía o a la Otra. Elijas a la que elijas, dijo Sócrates o dijo Kierkegaard, tarde o temprano te arrepentirás (lo que aplica para cualquier cosa en este valle de lágrimas cómico). La vida o la lectoescritura, la metafísica o el levante, Sócrates o Don Juan, la rumia u Homero Simpson

Habrá que incrustar acá que nuestro autor no conspira contra cánones y capillas desde la baticueva de una secta de estratégicos puaneros, ni toma distancia cínica de la biblioteca heredada de papá post-Nestum. Guarda al contrario una gratitud festiva para con la cultura del saldo y el usado, amasada con fascinación y sacrificio, y con ella en manos arma una previa de viernes a la noche, una juntada melancólica y virtual con más libros que birra y pizza, en la cual la filosofía la literatura y el cine chapotean alegremente junto al fútbol la tele y el trabajo.

Una filosofía menor y petisa será entonces una filosofía que resiste hidalgamente la mayoría de edad que reclamaba la ilustración kantiana, una filosofía de juvenilia bardera, que desoye el consejo de Hegel, ese que decía que la edad adecuada para filosofar es la vejez. Y en cuanto a lo bajo, menos que evocar a esa tradición muy francesa de paladines del pensamiento que va de La Náusea al El Anti-Edipo o la Arqueología del Saber, me trae a la mollera el siguiente alegato. “¿Qué pasa con los petisos?” le preguntó una vez un periodista a Cachilo, el poeta y croto vanguardista que escribía su obra con ceritas meadas en las paredes del centro de Rosario allá en nuestra infancia. “Y… –contestó– se creen que son siempre pibes y se tiran a panchos”… “¿Qué le dirías a la juventud rosarina?” –insistió el reportero queriendo virar de tema–. “Nada, yo no tengo que decir nada, porque soy de estatura baja, 1,70. Y de 1,50 a 1,70 no opinamos más nada, no decimos nada porque se enojan los grandes, los grandotes. Son ellos los que tienen que dar la impresión, porque son ellos los que castigan…”

No sé qué efecto provocaría esta forma banfileña de inmadurez o minoridad filosóficas en Gombrowicz, ni este petisismo metafísico en Macedonio, cuya estatura empezaba por los pies al mismo tiempo con la del Toro de las Pampas Firpo, pero por arriba dejaba “suficiente espacio hasta el cielo”; ni tampoco qué pensarán los enemigos de las alturas platónicas referenciados en el moderado carnaval de Gilles Deleuze.

Que se jodan también ellos.

Esto también es para todes y ningunes.


Catálogo


Carlos Cavallo


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Notas para una argentinística y otras páginas

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Jorgito Tamagno
Pérez vuelve