PARA DERROCAR UN ESTILO
(Yo era César Aira, Enrique Quinteros, Ediciones del Trinche, octubre 2020)
Por Omar Genovese
Aquí el
conjuro. Las 145 páginas de esta novela producen relectura, para examinar
párrafos con pasión entomológica. El doble efecto es: sorprender la operación
lingüística de la deriva y sopesar la puesta en escena, donde adviene el plan
tahúr. Como en la tabla adjudicada a El Bosco, El prestidigitador, en que los
inocentes observan las esferas a punto de ser ocultas en los vasos metálicos.
¿Dónde está Aira? ¿Acá o acá? Luego, la aparición del Sabio Loco y el
gobernador Osvaldo Lamborghini (Juan Carlos, da lo mismo), quien diseñó la
verdadera pampa de los chistes y luce un ejemplar único que proyecta la infamia
cruel, pornográfica, de otro teatro proletario. La broma es finita y su magia
tiene efecto sanador: Quinteros vindica al género de novela corta, maltratado
por esa publicación continua del verdadero de Pringles. Melville, Conrad,
Stevenson, Kafka, resisten a una imaginación limitada. Y aquí la taba.
Ya en la
metamorfosis horrorosa de otro Gregorio, el narrador se siente eje discursivo,
síntoma de transformación en Aira. ¿Pero cuál? ¿El que se manifiesta por el
trato con dos cirujas y escuderos (Queso y Dulce)? ¿El de la pesadilla? ¿El que
con su pensamiento invade la escritura hasta vaciarla de sentido? ¿El magnate
de hotel propio y yate de lujo? ¿El del éxito sin triunfo alguno? Adviene el
tedio como rendición ante una vida sin otro objeto que imaginarla, y el
escritor que se festeja muta a especie de dios penitente donde la obra es
sagrada, redención y obstáculo. Para soportar el todo bebe el propio whisky
artesanal, instalando la lucidez cínica de Bukowski, como pase de lectura
adicta a la pérdida sobre el realismo emancipado, o mágico de juguete. Porque
detrás de este teatro itinerante está el lector que pierde la paciencia por lo
que lee, mal síntoma. Yo era…, también es todas
las novelas del pringlense en una condensación que empaña el único espejo del
Narciso moderno. Jeckyll y Hide al mismo envase, la substancia que exhala es un
virus que contamina el futuro: todos serán él mismo, otra vez Aira infinito.
Enrique
Quinteros (Rosario, 1981), quien cursó estudios en Letras, Bellas Artes y Cine,
concluyó este texto en 2015. Destino de malentendidos, recién hoy nos llega,
entre la sordina de una negación ominosa, la del lector literario. La
estrategia es sobre el mapa de un mecanismo que hace rehenes con la lectura; en
donde la creatividad es oportunismo como acto superfluo y por ello cualquier
incidente puede ataviarse de surreal, a su vez, válvula de escape
irresponsable. Porque con la conciencia lúcida sobre el procedimiento de
escribir nunca alcanzó, más que para entregar páginas para ser enunciadas como
leídas, pero sin dejar efecto alguno. Tal vaciamiento estético se consagra como
profanación donde el acto de intimidad es arrancado del sentido fundamental de
experiencia. Quinteros, exponiendo tal fractura, reconstruye el pacto, salva a
la lectura de una multiplicidad anónima, fabril, de reclusa girando en el patio
de la repetición.
La máquina de dormir la siesta. Y hacia el final existe esa
referencia, al régimen, a la cuota existencial que el Aira definitivo, el que
fracasa para dejar de soportarse por pensar en su tarea de escritor, duerme la
siesta: vale decir, nos duerme a todos. El final en bastardilla, pocas páginas,
reconstruye el sueño eterno, la nada misma del lenguaje, donde cualquier saber
sin ser conocido forma una retícula de trascendencia que simula la verdad
absoluta pero, a su vez, es despojo de la banalidad, de una operación siniestra
que infantiliza al lector, lo quiere dócil e idiota. Tres veces puntos
suspensivos, así concluye, fusilamiento tipográfico, tan justo como necesario.
Este dar vuelta la página abre una expectativa sobre la obra de Quinteros;
Luppino, Farrés, Polleri, esperan por ella.
Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil Diario el 14/02/21