Nápoles arrastra
la cruz de ciudad apestada. Es la víctima de las epidemias de cólera, del esputo
de magma del Vesubio cayendo sobre las ciudades, de las hambrunas de posguerra
y la prostitución de las familias ante los Aliados victoriosos; pero también de
la insurrección popular, un pueblo famélico y humillado, a machete y ladrillazo
contra los ocupantes nazis. Hagamos la clásica postal: pasajes y escaleras
húmedos de meo que huelen a pajarera, los balcones cariados de verdín cruzados
de cableríos donde los vecinos se comunican a los gritos, los pibes de la
Camorra trapicheando en los bares, un poster enmarcado de Maradona, rancio y
sentimental como la foto de una abuela muerta, decorando las barras de todas
las pizzerías de suburbio. El turista que cae a Nápoles se inflama de selfies
decadentes.
Esta es una novela
de contra-postales, Gustavo Calandra no es italiano, es un cronista alucinado
por captar la vibración de Nápoles, el anti turista que se hunde en los barrios
como un paisano más escoltado por su perra Chicha. Su peregrinaje tiene la maldición
de que todos los mitos napolitanos revivan para él y se troquen en postal de
pesadilla. Todos los antiguos estigmas napolitanos se brindan, renovados, actualizados,
para el placer –o la desgracia– del narrador. Surge una nueva pandemia, los carabinieris
copan las calles y estallan las revueltas, cierran los bares, toques de queda,
los drones moscardean el cielo, vuelven los bares, el pueblo recupera su
espíritu de velorio cómico. Y Calandra deja registro con un estilo rústico e
hipermoderno, picado de neologismos que cruzan el lunfardo con la jerga
napolitana, incorpora el tufo podrido de la antigua Nápoles y lo renueva.
Nosotros, cómodos lectores, podemos disfrutar de esta novela-crónica, que da cuenta
burlonamente de una época excepcional, donde por fin pasó algo.
Agustín Caldaroni