Prólogo
Por Agustín Caldaroni
«Si yo viviera con
la cabeza, y con la cabeza pensara, me creería un animal detenido. Yo pienso
con la rodilla, con el tendón, el codo, la oreja, el hígado. Cada parte de mi
cuerpo posee la facultad de pensar, discernir, crear. Y si mucho me hurgas, te
diré que pienso con los árboles, los ríos, las nubes, los piojos, el rayo.
(...) Esos poetillos narcisos que se miran la frente seguros de que tras ella
hace brujerías un Merlín milagrero, me provocan risa. Que el hombre, para ser
tal, viva sabiendo que ninguno de sus pensamientos o acciones, a no ser los
hijos purulentos, son criatura del cerebro, sino a veces del riñón, otros de
los sartorios, del pubis, del plexo solar, las más del diafragma.»
Gamaliel
Churata, El pez de oro
¿Quién
era Omar Viñole? Escritor vanguardista, agitador político, veterinario,
luchador de catch, mecánico dental, monje franciscano, más conocido como “el
hombre de la vaca”. Tuvo una existencia múltiple. La biografía de este escritor
tiene todos los condimentos para convertirlo en un mito; sin embargo es un
personaje que hoy, salvo para un grupo mínimo de lectores, resulta desconocido.
Cuando se descubre una punta sobre Viñole –el título de algún libro, una frase,
una anécdota– es difícil desinteresarse. La imagen del personaje se presta a la
seducción: en las fotos de Viñole que circulan por internet podemos ver a un
tipo enorme con cabeza de ladrillo enfundado en un traje de acero; en otra foto
sale guaso, largando una carcajada con pinta de gallego de aldea; en otra con
expresión grave, tiene la mirada vacía de un monje. Las anécdotas sobre Omar
Viñole abundan, las más conocidas son que llevaba a su vaca por Buenos Aires
para que el animal, previamente atiborrado de laxantes, se echara un soberano
garco en los puntos de reunión del conchetaje de la época tipo Jockey Club o la
calle Florida; que se cagó a trompadas ante una multitud (que lo abucheaba) en
un combate de catch contra un ruso, para demostrar que el intelectual no debía
desligar pensamiento y acción. Lamentablemente la obra de Viñole no fue
reeditada, salvo por la publicación que llevó a cabo la Biblioteca Nacional de
su libro El
hombre de la vaca, una de sus pocas obras
mediocres. Apenas se consiguen sus libros por el mercado virtual. Hoy Viñole
quedó reducido a un loco lindo que hacía papelones, un provocador simpático.
El libro de Luciano García es una
biografía y un repaso exhaustivo por su obra, lectura a contrapelo de la
historia literaria argentina. Los capítulos no siguen un orden cronológico en cuanto
a la vida del biografiado; se pueden leer salteados. Cada capítulo, además del
anecdotario de extravagancias, marca la relación de Viñole con su época, con la
política, con el mundo cultural, pero sobre todo es un análisis de la estética
viñoleana. García apuesta a forjar una tercera posición en la tradición
argentina, leer la historia argentina desde la obra de Viñole, como reza uno de
sus títulos: “Ni Borges ni Arlt: Omar Viñole”. Este ensayo biográfico intenta
crear un linaje de vanguardistas con Viñole a la cabeza. Viñole era contemporáneo
a Borges y Arlt; podemos ubicarlo más cercano a este último, por su estilo agresivo
y su eficacia en el retrato de costumbres y tipos sociales y, también, en su
frescura de advenedizo que quiere imponerse en la cultura dominante y mira con
sorna la tilinguería de los profesionales de las letras. Además de la biografía
de Viñole, se analiza la relación que tuvo con los intelectuales de la Reforma
del 18, con el grupo Boedo y otros escritores de vanguardia: Juan Filloy,
Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, entre otros, y personajes extravagantes
menos populares como Enrique Badessich –el Diputado Bromosódico–, o Helvio
Botana.
Pero insistimos, más allá de las aventuras
vitales de Omar Viñole, este libro es un ensayo escrito por un fascinado por la
escritura de “el hombre de la vaca”, una obsesión por entender una prosa
totalmente alejada al tono de su coyuntura, y que aún hoy resulta extraña. Un
primer acercamiento a la escritura de Omar Viñole puede desconcertar, no se
comprende qué tipo de texto tenemos delante: ¿panfleto político, poema en
prosa, diario íntimo, ensayo filosófico? Contiene varios géneros pero
encastrados desprolijamente, tripajos de todos los registros literarios, tal
vez el germen de una narrativa para el futuro. García aclara: “Sus imágenes,
metáforas, analogías y asociaciones derrapan por un surrealismo unipersonal y
grotesco, que no se parece en nada a ningún surrealismo sino a la maquinita de
diseño personal de un Voltaire diogenesiano o un Diógenes volteriano lanzado a
zampar a la Rabelais pero en el mundo impasible de después de las vanguardias”.
Quedará retumbando en la lectura un tono de denuncia política, aires proféticos
donde Viñole se revela como un salvador, un cruzado contra las elites políticas
y literarias de su época. Pero lo más sugerente es la expresión, la prosa
rústica para crear imágenes. Con los títulos de sus obras agrupados podemos
tener una ristra de versos: Alambres de yeso, El hombre que se depiló la ingle, Cabalgando en un silbido, Vidrio
molido, Leche de higos, La caligrafía de los juanetes en Mar
del Plata… Viñole se deja poseer y le da
voz a los rincones físicos que hieden, un pensamiento virológico donde la voz
narrativa está tomada por los juanetes, la verija, los sobacos, las hemorroides
o por objetos que filosofan seriamente: sus historias pueden ser protagonizadas
por la camiseta de un jefe de policía, por ejemplo, o una vaca cocainómana.
Pero lo que podría considerarse juego surrealista, no es tal: Viñole utiliza los
recursos más exóticos para alzar su voz y predicar seriamente. Heredero de
Rabelais en el carajeo y el humor goliárdico y del siglo de oro español, especialmente
de Quevedo. Fue un futurista a su manera (“futurista agropecuario”, dirá García)
admirador de Marinetti, a quien llegó a conocer y publicitar. El futurismo de
Viñole es el de la fuerza primitivista, no el de la máquina sino el de la
bestia, cercano a España veloz y toro futurista de Marinetti. Con el futurismo además comparte la precisión de las
frases que se suceden como golpes, la sintaxis veloz, la metáfora ruda, la
confianza en el efectismo de la retórica construida a partir de imágenes –máxima
bergsoniana-vitalista–, más que del pensamiento reflexivo. Su imaginería se
nutre de cal y bacterias, de pensiones donde un gordo en camiseta lustra un
revolver mirando a la luna, de lecherías exóticas pobladas de cuáqueros y anarquistas.
Lo que tiene de idealista en un plano filosófico-político, por suerte, no es
continuado en un plano poético. Viñole es un trabajador de la metáfora alejada
de la bruma lírica, es conciso como un yunque; “escribe como un médico”, aporta
su biógrafo; al leerlo la materia se siente, se palpa. Estamos hablando de un
bajo materialista, materialismo de los desechos: Viñole poéticamente es un
materialista de la roña. Es un materialista por concreto, en el sentido de la
albañilería, y por su elección de materiales fabriles, médicos, industriales.
Tal vez la locura política de Omar Viñole provenga de su concepción poética; su
desmesura literaria lo llevó a buscar respuestas políticas quijotescas.
Su pensamiento político de tono
apocalíptico es difícil de clasificar, siempre beligerante y desmesurado, va de
la denuncia clara y concisa al fárrago delirante. Publicó un panfleto de lucha
clandestina llamado Mensaje
a las mujeres de Francia, donde exhortaba
a las francesas a que seduzcan, emborrachen y se acuesten con los nazis de la
Francia ocupada, para después asesinarlos mientras dormían. Fundó el Partido
Comunista Cristiano, partido filosófico (con semejanzas al cosmismo ruso de
Nikolái Fiódorov), según Viñole “no teológico”, que unía la práctica religiosa
con el fomento de los últimos avances de la ciencia, que proclamaba un Cristo
de las trincheras y hacía loas a Stalin “que ha podido conducir a su pueblo a
la gloria por el místico sentido de las leyes eternas del alma humana. Se debe
recordar que Stalin conoce a fondo la ciencia de las religiones y fue
seminarista”. García hace un trabajo minucioso de rastreo de las veleidades
políticas de Viñole, de sus roscas, conspiraciones y pasteleos con distintos
frentes políticos. Porque Viñole, más allá de sus extravagancias, no era un
marginado y tenía fuerte llegada a grupos de poder, desde los Botana de Crítica, hasta el fascista Manuel Fresco, de quien
se decía amigo. Políticamente pasó de la crítica al peronismo a decir de Perón:
“nuestro presidente es un muchacho admirable, sencillo, hondo y limpio, como el
Mississippi, que no ha disipado, ni disipa su tiempo en greguerías” y también:
“es el único conductor que le ha dado densidad a las cosas del espíritu general”.
Para concluir pensemos en un lector ideal
de Omar Viñole a quien puede ir dirigido este libro, alguien que no asuma sus
lecturas pasivamente; es decir, un lector peligroso, ridículo, romántico. El
libro de Luciano García puede ser entendido, por ese lector ideal, como una
provocación para la actualidad, donde las polémicas se resuelven sin golpes en
un campo virtual y los escritores son publicistas mansos de su obra por las
redes. Viñole era un exhibicionista profesional, vivía para el escándalo; pero
hoy, donde la pornografía de la intimidad es un imperativo, ese lector ideal
(que somos) tendrá que utilizar otras herramientas para expresarse. Poner el
lomo, que las ideas vivan como un monstruo, esa es la lección de Viñole,
practicar la anti-pose: exigir pruebas físicas de cada palabra que se pronuncie
con ánimo beligerante, y que quien no se pare de manos deba hacer silencio. Y
si se quiere persuadir, tendrá que ser conjugando rabia y estilo, forjarse una
poética de combate. Que la única forma de manifestarse política o estéticamente
en el presente sea a la Viñole, obrar con una brutal constancia de pensamiento
y acción.