Jorgito
Tamagno es un muchacho algo desquiciado aunque experto en socializarse (o en
hacer el intento). Aquejado como casi todo el mundo en este mundo por un cierto
bovarismo, decide ofrecer su vida a su propia mitomanía. Lo asume a los 12
años: “viviré mi vida para contarla… y será en una novela”. Decide emprender
entonces una “vida de novela” en un mundo anacrónico, o mejor dicho: es un
anacrónico en un mundo flagrante. Demasiado real y que lo deja rezagado como a
un Aquiles zenoniano. No tiene ningún talento específico, es el hijo de un
empleado insignificante de cultura a duras penas media y de una costurera
retirada por invalidez. Es un joven aplicado pero chato, educado por padres
anticuados y burlado por sus amigos de la escuela por la excesiva atención que
su madre pone en él, por su propia ridiculez, y por la doble ridiculez que suma
la disparatada idea que él mismo tiene de sí. Contra toda adversidad buscará la
aventura en un mundo donde parece estar agotado todo el stock, para colmo en una ciudad medio pelo que como dice uno de los
personajes “vive a imagen y semejanza de Buenos Aires, con la salvedad que da
la escala 1:10”. “¿No hubiese sido mejor escribir primero la novela y luego
vivirla?” –se pregunta melancólicamente–. “¿No debí haber optado por la
imaginación, por la invención? Escribir algo decente y vivir la vida que pueda
vivir”… Pero Tamagno desconoce aquello que asentó Oscar Wilde que decía que la
verdad es un invento de los hombres que no tienen imaginación y además no
existe. No tiene –en efecto– imaginación, pero tampoco la menor capacidad para
discernir qué es verdadero y qué no en caso de que una verdad exista. La imagen
que se ha hecho de sí es su verdadera obra de arte inventiva, una comedia bípeda
que lo ha convertido de antemano en un autor cómico inédito. O peor: ágrafo. Un performer de su desgracia. Entre contar
y vivir o vivir y contar Jorgito avanza. Como cangrejo. Vive lo que no cuenta,
cuenta lo que no vive. Su novela y su vida se atascan por efecto mutuo, pero Tamagno
no se da cuenta. No ha escrito más que veinte páginas (por otra parte
horrendas) pero lleva borradas centenas. Se presenta al mundo como escritor y
aventurero, pensador hedonista, filósofo dandy,
diletante y erudito, como un bon vivant
que intenta hacer de cada pálido levante de fin de semana de chicas
desesperadas por un hombre con auto un capítulo de 70 páginas en tamaño 8 de
fuente. Un terrible accidente automovilístico en la infancia le desfigura su
cara y a base de repetidos juicios a sus victimarios logra amasar una modesta
fortuna con la que pretende cimentar su nombradía de Odiseo a la Casanova.
Avanzada la tecnología lo suficiente, el último de sus cirujanos, al que visita
a riesgo de todo su capital en un sanatorio exclusivo de Los Ángeles, logra
injertarle un símil de la cara de Guillermo Andino en sus años mozos –una
técnica novísima que comienza a experimentarse en él– y aprovechando la volada,
trueca su pene estándar por una réplica del miembro del porn star español Nacho Vidal. J. Tamagno recibe una iluminación
definitiva y vuelve a su ciudad reconvertido en stripper y taxi boy
“exclusivo de señoritas” (conserva cierto pudor): lo espera una vida admirable,
la envidia de los hombres que lo burlaron, el deseo de las mujeres que lo
rechazaron, la trama de La Gran Novela Autobiográfica. Pero como contó alguien
alguna vez, sólo existen en esta viña del señor las autobiografías contadas por
otros.
‹‹Tres afectos, compulsivos, dañan sobremanera a la
novela: su voluntad paródica inveterada, una ironía sin límites que llega a lo
ininteligible, y un cinismo también general, protocolar incluso, que si en
principio es “metodológico” y se esconde bajo el manto simpático de una
estrategia humorística y bufa, termina dejando la sensación de ser patológico,
misantrópico, resentido globalmente. Se trata de una novela “airana” coartada
en su fin. O mejor dicho, o al menos, en sus medios, ganada por el pastiche, el
plagio explícito o conmemorativo, y lo paródico, y por un barroquismo grotesco
contiguo a su vez a un grotesco expresado en sus mismos términos. No se sabe si
el autor pretende en ese gesto librarse de la obligada y pesada influencia o si
no sabe hacer otra cosa, otra cosa que apelar a todo justa y paradójicamente a
falta de otros recursos. Lo que en los autores airanos es una sutil trampa
crítico-vanguardista contra las ingenuidades fatuas de la voluntad de narrar o
la pretensión diáfana de apenas contar una historia o transmitir ideas hechas,
en éste alcanza la dimensión de un atentado estrambótico cuya víctima
imaginaria es el lector, a quien se le pide demasiado, todo diría, como los
niños a sus padres o los enamorados entre sí, a quien se somete a una ordalía
basada en retruécanos, innumerables cambios de tonos, libertinaje sintáctico,
baches de todo tipo y saltos temporales en la trama, guiños y más guiños
presuntuosos, alusividades y citas a granel que no pueden ser excusadas con el
efugio ni siquiera de la autoironía. El imprevisible narrador, compinche del autor,
está demasiado preocupado en burlarse de sus propios personajes, como el autor
parece estarlo de burlarse no sólo de su enemigo imaginario el lector sino de
su narrador mismo y de sí mismo. Del arte de la novela, de la literatura misma,
y punto final, en su evidente impulso infantilmente cínico, de la cultura. Lo que
sigue es una suerte de extemporánea bildungsroman
pseudo-filósofico-sociológica que narra la travesía biográfica de un personaje
plano que podría ser la intempestiva mixtura del Buscón con Candide, es
decir como una cruza de novela picaresca con novela filosófica o de ideas con
bastantes buenas intenciones de cumplirle al canon moral posmoderno, o sea
antifilosófica y contra las ideas más bien. Hay algo de novela total a los
ponchazos, automática. Si el autor pretende mostrarse como un aficionado
entendido, como un diletante feliz, como un gentleman
camp que se regocija distantemente con el cualquierismo neo-populistoide,
no lo logra del todo porque abruma y aburre pecando al contrario de pretencioso.››
