El sistema Viñole/García
Omar Viñole, antiescritor y antifilósofo es un libro escrito por Luciano García. El texto tiene
más de quinientas páginas; diecisiete de fotos y de ilustraciones; veintiuna de
bibliografía en cuerpo 8 y algo más de diez años
de lenta y minuciosa pesquisa por bibliotecas mundiales, públicas y privadas,
librerías de viejo y colecciones de toda laya y legalidad, además del rastreo
cibernético por la red, la de superficie y de profundidad. Es un trabajo
monumental que sólo es posible empezarlo, continuarlo y darle fin por dos
razones: por dinero o por pasión. Luciano García publicó Omar Viñole
antiescritor y antifilósofo en Ediciones del Trinche, sello que fundó
él mismo hace más de una década. Por lo tanto, me aventuro a descartar al
poderoso caballero de Quevedo. El libro salió finalmente a la luz del público
lector desde la cafetería del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires donde un
puñado de escritores y amigos nos dimos cita para festejar su salud, su robusta
energía y para verlo dar los primeros pasos que lo llevarán, en tiempos
venideros, a establecer una marca excepcional dentro de un campo que no se
caracteriza por ofrecer placeres originales de lectura. Como era esperable, no
salió una sola nota en ninguno de los suplementos literarios al uso de
parroquianos interesados por la cultura literaria o de cualquier otra especie,
incluidas las artes performáticas, de las que Viñole fue maestro inigualado y
padre fundador. Un padre no reconocido, es cierto.
Lo que vengo a ofrecer son algunas reflexiones que la lectura del libro me empujó a anotar en un cuadernito y que luego de algunas visitas y charlas con mis muertos, traté de organizar con algo de coherencia y de buena voluntad en los párrafos que siguen. Me disculpo de antemano porque no pienso usar ninguna de las herramientas tan del gusto de críticos y reseñistas, y que hacen las delicias de sus felices lectores. No voy a hablar, por lo tanto, de signo y significante, ni de estructuras fantasmáticas, ni de las diferencias (discursivas, de campo semántico, de niveles connotativos) ni, el Dios de Viñole no lo permita jamás, el no lugar de las intertextualidades. No olvido mi paso por la casa de estudios de la calle Puan, pero tampoco perdono.
Vamos entonces por partes, por las partes. Son nueve. La última se titula “Vida y Obra”. ¡Epa!, dice el lector más avispado que es el que suele leer la tabla de contenidos antes de comprar el libro, ¿cómo es que tengo que tragarme el libro entero (y ahí revisa las páginas y nota que son más de quinientas) para llegar a la vida y la obra de este escritor o antiescritor o antifilósofo? ¿Y antes de qué se habla? ¿O de quién? Bueno, le prevengo, de un montón de cuestiones y un montón de gente. Por empezar hay cinco tipos que inauguran la lista, son Tristan Tzara, Rousseau, Nietzsche y los hermanitos Lamborghini. Ellos aportan las citas del epígrafe. Lindas citas que hablan de farsantes y bromistas, del goce del recuerdo que es también goce, del mito de la belleza y, atenti lector, de aquellas vacas que han llegado más lejos que nadie. Podríamos muy bien hablar de ellos pero no lo vamos a hacer porque es cosa de eruditos y otra gentuza de peores costumbres si cabe.
Lo que vengo a ofrecer son algunas reflexiones que la lectura del libro me empujó a anotar en un cuadernito y que luego de algunas visitas y charlas con mis muertos, traté de organizar con algo de coherencia y de buena voluntad en los párrafos que siguen. Me disculpo de antemano porque no pienso usar ninguna de las herramientas tan del gusto de críticos y reseñistas, y que hacen las delicias de sus felices lectores. No voy a hablar, por lo tanto, de signo y significante, ni de estructuras fantasmáticas, ni de las diferencias (discursivas, de campo semántico, de niveles connotativos) ni, el Dios de Viñole no lo permita jamás, el no lugar de las intertextualidades. No olvido mi paso por la casa de estudios de la calle Puan, pero tampoco perdono.
Vamos entonces por partes, por las partes. Son nueve. La última se titula “Vida y Obra”. ¡Epa!, dice el lector más avispado que es el que suele leer la tabla de contenidos antes de comprar el libro, ¿cómo es que tengo que tragarme el libro entero (y ahí revisa las páginas y nota que son más de quinientas) para llegar a la vida y la obra de este escritor o antiescritor o antifilósofo? ¿Y antes de qué se habla? ¿O de quién? Bueno, le prevengo, de un montón de cuestiones y un montón de gente. Por empezar hay cinco tipos que inauguran la lista, son Tristan Tzara, Rousseau, Nietzsche y los hermanitos Lamborghini. Ellos aportan las citas del epígrafe. Lindas citas que hablan de farsantes y bromistas, del goce del recuerdo que es también goce, del mito de la belleza y, atenti lector, de aquellas vacas que han llegado más lejos que nadie. Podríamos muy bien hablar de ellos pero no lo vamos a hacer porque es cosa de eruditos y otra gentuza de peores costumbres si cabe.
Vamos a ser ordenados. Dijimos que íbamos a empezar por las
partes. Lo primero que hay que decir es que están tituladas. La costumbre de
dividir un texto en fragmentos y secciones y ponerles títulos se originó, como
el lector atento sabe, hace mucho y con el objetivo explícito de poder
comprender sin perder tiempo de aquello que se trata dentro de esa parte o de
encontrar sin dificultades lo que uno anda buscando sobre una materia de
lectura. Los títulos en que se dividen las partes del libro de Luciano García
cumplen con ese objetivo pero le agregan algo más, una especie de sorpresa de
la que dimana luego una mezcla de perplejidad cómica. Veamos algunos: «Cómo
desprestigiar a la letras (libros de Omar Viñole)»; «“El acto panfletario” y la
conquista de Buenos Aires»; «Omar Viñole póstumo (recepción y lecturas
flagrantes)»; o la que es a mi juicio la más lograda, la que corresponde a la
sexta parte: «Antiescritor y antifilósofo, extroducción al viñolismo (panfletos
y bolazos críticos postliminares)». Dentro de las partes hay secciones menores
o subpartes que también están tituladas y que, por supuesto, muchas de ellas
llevan subtítulo en el mismo estilo que acabamos de notar. Pero hay más, dentro
de estas pequeñas secciones hay todavía aún más pequeñas indicaciones titulares
que funcionan a veces como un localizador y a veces como orientadores de
lectura, de modo que la idea que se desprende del conjunto del libro y por
extensión lógica, de Omar Viñole, al leer con cierto detenimiento solamente el
índice, es la de un trabajo algo más complejo que una simple biografía. Mi
tesis entonces va tomando forma y dice así: Omar Viñole, antiescritor y
antifilósofo no es una biografía, sino una especie muy distinta de
libro, una que justamente fue el centro de la cultura del libro y del
conocimiento cuando los hombres de letras empezaron a introducir títulos y a
separar párrafos, a colocar imágenes y todo tipo de llamadas y aclaraciones.
Ese tiempo es conocido como la Edad Media y la especie de libros, las Sumas. De
haber escrito Luciano en aquellos años, su libro podría haberse titulado así:
Summa Vitae Omar Viñolensis. Ahora me parece que siento que usted, curioso
lector, me pregunta, ¿Por qué no es una biografía si trata de la vida de un
escritor? Bueno, en todo caso y para ser consecuentes con el título del libro,
digamos que trata de un antiescritor. ¿No sería acaso lógico o al menos
razonable pensar que, para ser consecuentes con la idea que se desprende del
título, lo acertado en el caso de Viñole, fuera escribir una antibiografía?
¿Colocar al final, en el último capítulo del libro una parte que trata o dice
tratar sobre la vida y la obra del biografiado, no va en contra de todas las
definiciones conocidas del género? Y además, de la sola titulación que acabamos
de mirar con algún detalle más arriba, ¿no se desprende que el centro de toda
biografía, la narración, construida en base a operaciones de lógica y de
consecuciones temporales, está trastocada al menos en el orden expuesto? Es
cierto que el libro, por su extensión y por su detalle tiende o aspira a la
totalidad. Pero esa totalidad, haríamos bien en sospechar usted y yo, querido
lector, no es Omar Viñole. Quizá sea su sistema, como si dijéramos, el
viñolismo.
Los intentos de comprender la totalidad de una vida tienen larga historia. El caso más conocido y el de más fama es el de James Boswell, que inmortalizó a un oscuro crítico del siglo XVIII en su biografía titulada Vida de Samuel Johnson. Muchos la consideran la mejor de todos los tiempos. Por lo común, esos muchos suelen ser ingleses (y Borges, claro, en recaídas de su francofobia). El bueno de Boswell dedicó más de veinte años a anotar cada palabra que salía de la boca de su biografiado. Para ello le fue necesario no sólo conocerlo, sino hacerse amigo, compinche, secretario a veces y molesto casi siempre; un abusivo personal trainer de las fulguraciones conversacionales del Dr. Johnson. Ciertas personalidades imponen este registro. Jesús (quizá el más biografiado de la historia), Sócrates (cuya vida no es más que una larga conversación según Platón), Buda (personaje central no sólo de cientos de biografías sino de una entera literatura menor formada por cuentos que lo presentan como hombre, como maestro, como mendigo, rey, elefante o liebre). Al igual que nuestro Macedonio Fernández, son genios conversacionales cuya magia, como todas las originales, sólo reside en el soplo organizado de las palabras. Las vidas que se han obtenido de casi todos ellos ha sido un subproducto de lo que fue primero una colección de dichos y sentencias. Los evangelios, que no son algo distinto de un grupo de biografías concordadas por especialistas, fueron creados en base a un primer texto o protoevangelio conocido como Q y que consistía en frases oídas y anotas por los apóstoles y seguidores del maestro de Nazaret. La mayoría de estas figuras del recuerdo son hombres que no han dejado escritos. El caso de Borges, el libro, es curioso por varias cuestiones: lo voluminoso de la edición; la organización descarnada; la sinceridad con que se muestra el carácter mordaz y malicioso del biografiado. El caso es más o menos así. Hacia 1946 Adolfo Bioy Casares tuvo que encargarse de hacer un prólogo para la edición de la biografía de Boswell. Al año siguiente, bajo el influjo de aquel encargo, comienza a anotar todas las conversaciones y salidas de Borges. Se convierte voluntariamente en el Boswell de Georgie. Bioy muere en 1999, por lo tanto, podemos sospechar que la edición de aquel florilegio borgiano, salió sin la corrección final del autor. Es tal vez por eso que dentro de la cronología anotada de cada una de las charlas se haya dejado indicaciones desprovistas de un sentido preciso. Me refiero a esas entradas en las que sólo figura un hecho, sin sentencias del protagonista, bajo la fecha y el año: “Borges come en casa.” Recuerdo que muchos amigos escritores se sintieron ofendidos por la implicación que ese detalle, obra de un almacenero meticuloso, ofrecía de nuestro ciego más ilustre. Como los dos volúmenes de Boswell o las exhaustivas literaturas basadas en el Buda o los cientos de evangelios que la Iglesia se encargó de podar oportunamente, el libro de Bioy ofrece un ensueño de totalidad. Es lo más que se puede hacer y ya es mucho, ¿no es cierto?
Los intentos de comprender la totalidad de una vida tienen larga historia. El caso más conocido y el de más fama es el de James Boswell, que inmortalizó a un oscuro crítico del siglo XVIII en su biografía titulada Vida de Samuel Johnson. Muchos la consideran la mejor de todos los tiempos. Por lo común, esos muchos suelen ser ingleses (y Borges, claro, en recaídas de su francofobia). El bueno de Boswell dedicó más de veinte años a anotar cada palabra que salía de la boca de su biografiado. Para ello le fue necesario no sólo conocerlo, sino hacerse amigo, compinche, secretario a veces y molesto casi siempre; un abusivo personal trainer de las fulguraciones conversacionales del Dr. Johnson. Ciertas personalidades imponen este registro. Jesús (quizá el más biografiado de la historia), Sócrates (cuya vida no es más que una larga conversación según Platón), Buda (personaje central no sólo de cientos de biografías sino de una entera literatura menor formada por cuentos que lo presentan como hombre, como maestro, como mendigo, rey, elefante o liebre). Al igual que nuestro Macedonio Fernández, son genios conversacionales cuya magia, como todas las originales, sólo reside en el soplo organizado de las palabras. Las vidas que se han obtenido de casi todos ellos ha sido un subproducto de lo que fue primero una colección de dichos y sentencias. Los evangelios, que no son algo distinto de un grupo de biografías concordadas por especialistas, fueron creados en base a un primer texto o protoevangelio conocido como Q y que consistía en frases oídas y anotas por los apóstoles y seguidores del maestro de Nazaret. La mayoría de estas figuras del recuerdo son hombres que no han dejado escritos. El caso de Borges, el libro, es curioso por varias cuestiones: lo voluminoso de la edición; la organización descarnada; la sinceridad con que se muestra el carácter mordaz y malicioso del biografiado. El caso es más o menos así. Hacia 1946 Adolfo Bioy Casares tuvo que encargarse de hacer un prólogo para la edición de la biografía de Boswell. Al año siguiente, bajo el influjo de aquel encargo, comienza a anotar todas las conversaciones y salidas de Borges. Se convierte voluntariamente en el Boswell de Georgie. Bioy muere en 1999, por lo tanto, podemos sospechar que la edición de aquel florilegio borgiano, salió sin la corrección final del autor. Es tal vez por eso que dentro de la cronología anotada de cada una de las charlas se haya dejado indicaciones desprovistas de un sentido preciso. Me refiero a esas entradas en las que sólo figura un hecho, sin sentencias del protagonista, bajo la fecha y el año: “Borges come en casa.” Recuerdo que muchos amigos escritores se sintieron ofendidos por la implicación que ese detalle, obra de un almacenero meticuloso, ofrecía de nuestro ciego más ilustre. Como los dos volúmenes de Boswell o las exhaustivas literaturas basadas en el Buda o los cientos de evangelios que la Iglesia se encargó de podar oportunamente, el libro de Bioy ofrece un ensueño de totalidad. Es lo más que se puede hacer y ya es mucho, ¿no es cierto?
Creo que nos hemos ido algo lejos de las costas viñoleanas.
Volvamos. El libro que ha escrito Luciano García sobre Viñole no tiene mucho
que ver con estos antecedentes famosos. No es una colección de frases, ni de
discursos (aunque hay algunos muy buenos), ni un análisis de las obras (a pesar
de que se detiene sobre varias y las expone con amoroso detalle), ni siquiera
es una narración que devela el sentido profundo de una vida significativa de
nuestro pasado cultural. Es todo eso y algo más. Es la suma
explicada de todo el universo originado a partir de un hombre que fue muchos
hombres, que escribió mucho y para mucha gente, y que fue olvidado como lo
seremos todos en un futuro impreciso pero certero. Porque todo está condenado a
borrarse de la nuestra memoria: los hechos de algunos seres especialísimos y
los lugares que le sirvieron de escenario, aquellas palabras que dijeron para
otros hombres y la lengua en que esas palabras fueron dichas, todo está corroído
por la nada del futuro. Por eso es que la única forma de encontrar sentido en
una vida por lo demás absurda, es enterrarse voluntariamente en una tarea y
hacer de ella algo luminoso y enriquecedor, algo por lo que valga la pena
obedecer la rutina de las estaciones y ponernos abrigo o desvestirnos para
seguir con vida, algo como un libro único, algo irrepetible, algo como
este Omar Viñole, antiescritor y antifilósofo.
Toda fragmentación explicitada implica un objeto superior que
la abarque y contenga, sin embargo, en este caso la totalidad no es la vida del
hombre Omar Viñole, sino algo superior a él mismo, tal vez podríamos
denominarlo, el sistema Viñole, como si dijéramos, el aristotelismo, o
platonismo. Viñole, como antifilósofo, va más allá de su vida.
Rolando Pérez